Menores y maduros, ¿es posible?
Resumen
Uno de los cambios más profundos en el ámbito de atención a las personas en las últimas décadas es la evolución (o revolución) de un modelo paternalista hacia un modelo de respeto a la autonomía de las personas atendidas, a sus valores, creencias y preferencias. En el ámbito de las personas menores de edad el reto es doble: por una parte, la inclusión de padres o tutores en el proceso de toma de decisiones y, por otra parte, el reto de integrar, de manera proporcional y progresiva, a la propia persona menor.
En este contexto nace la doctrina del menor maduro. Originada en Estados Unidos en los años 60 y adoptada posteriormente en otros países, establece que las personas menores con suficiente madurez pueden tomar decisiones sobre su salud.
La teoría del menor maduro y la toma de decisiones compartida es fundamental en el ámbito de salud mental infanto-juvenil, no solo por el respeto a la persona, sino porque conocemos que mejora la adherencia al tratamiento y facilita el ajuste positivo al trastorno.
La teoría del menor maduro
La teoría del menor maduro es un concepto ético, con plasmación jurídica, que se refiere a la capacidad de las personas menores de edad para tomar decisiones informadas sobre su propia salud y bienestar, especialmente en el contexto de tratamientos médicos. Esta teoría sostiene que algunas personas, a pesar de no haber alcanzado la mayoría de edad legal, pueden poseer la madurez y el entendimiento necesarios para tomar decisiones autónomas en determinadas circunstancias.
En España, la configuración jurídica de la teoría del menor maduro se encuentra principalmente regulada en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente. Esta ley establece el marco legal para la toma de decisiones médicas por parte de personas menores de edad, reconociendo su capacidad para consentir en determinadas situaciones.
La ley establece que los mayores de dieciséis años pueden consentir por sí mismos las intervenciones médicas, excepto en situaciones de riesgo grave en que se precisa el consentimiento de padres o tutores. Los menores de dieciséis años, pero mayores de doce pueden participar en la toma de decisiones y deben ser escuchados y tenidos en cuenta, según su grado de madurez.
Para valorar esta capacidad, debe tenerse en cuenta su madurez, los riesgos de la decisión y los factores contextuales. Hay diferentes enfoques relacionados con la madurez de la persona menor y su evaluación, como son los criterios de Appelbaum y Grisso, que incluyen la comprensión de la información relevante, la apreciación de la situación y sus consecuencias, la manipulación racional de la información y la capacidad de comunicar una elección. Estos criterios provienen del ámbito de la evaluación de la competencia en adultos, con pocos estudios en personas menores de edad.
La ley establece que los menores de dieciséis años, pero mayores de doce pueden participar en la toma de decisiones y deben ser escuchados y tenidos en cuenta, según su grado de madurez.
Otra línea de aproximación es la evaluación de la madurez moral de la persona menor. La madurez moral seria la que fundamentaría las decisiones basadas en principios internos que rigen la vida de una persona y según una escala de valores propia. El desarrollo de la madurez moral, según Kohlberg y sus seguidores, se basa en una teoría que identifica diferentes niveles y etapas en el pensamiento moral, los cuales representan diversas filosofías morales y visiones del mundo socio-moral. Estos niveles y etapas describen cómo los individuos entienden y relacionan las normas sociales con su propio sentido del «yo». Diversos instrumentos de medida del desarrollo moral se han basado en los estudios de Kohlberg, con posibilidad de adaptarse a la práctica clínica. Un ejemplo es la escala desarrollada y validada basada en dilemas morales, que distingue entre los niveles preconvencional y convencional, que es autoadministrable y útil en la práctica clínica
A pesar del desarrollo ético y legal de la doctrina del menor maduro, hay poca evidencia de que se esté llevando a cabo de forma rutinaria en la práctica clínica rutinaria. El error ha sido quizás que durante décadas la discusión sobre la madurez y la competencia de las personas menores en la toma de decisiones sanitarias se ha enfocado con mayor frecuencia en aspectos normativos y legales que en crear modelos de relación en la práctica clínica que lo incorporen.
Del consentimiento informado al modelo de toma de decisiones compartida: autonomía relacional
El desarrollo del respeto a la autonomía ha sufrido, no solo en el ámbito de las personas menores sino también en el ámbito de las personas adultas, una serie de carencias que podríamos llamar «estructurales». El desarrollo inicial estuvo muy vinculado al consentimiento informado y al entender el respeto a la autonomía como un proceso de información y consentimiento.
Este modelo ha podido dar lugar a una visión muy simplista del respeto a la autonomía, los procesos de toma de decisiones en el ámbito sanitario y el rol de los profesionales. Por ello se están implementando nuevos modelos en la práctica clínica, más cercanos a las necesidades de las personas atendidas, como es el modelo de toma de decisiones compartida
La toma de decisiones compartida es un modelo colaborativo en el que las personas atendidas, las familias y los profesionales toman decisiones conjuntamente, basándose en la mejor evidencia científica disponible y en los valores y preferencias de la persona afectada. Este modelo es particularmente importante en pediatría, donde las decisiones suelen involucrar a varias partes con diferentes grados de implicación.
El paso del paternalismo a la toma de decisiones compartida requiere un cambio de perspectiva que promueva la participación de todas las partes implicadas y la adquisición de competencias profesionales éticas.
El concepto de autonomía relacional propone que la toma de decisiones no debe considerarse un acto aislado de la persona menor, sino un proceso integrado en su contexto social y familiar. Este enfoque reconoce que la vulnerabilidad es una condición humana y que la autonomía se desarrolla en el núcleo de las relaciones sociales de apoyo. Los profesionales sanitarios deben crear condiciones que faciliten la participación activa de la persona menor en la toma de decisiones, promoviendo su desarrollo y su capacidad para decidir.
Podría incorporarse un modelo centrado en la familia al modelo centrado en la persona, en que se da voz, se escucha directamente a todas las partes (incluidos los niños y niñas más pequeños) y se intentan consensuar decisiones incorporando todas las opiniones.
La toma de decisiones compartida no es demasiado frecuente en pediatría. En la literatura se identifica como facilitadores de su realización:
- El hecho que la decisión sea de bajo riesgo.
- La información de buena calidad, confianza y respeto (existencia de una buena relación pediatra-familia).
- Disponer de herramientas/recursos que faciliten la toma de decisiones compartida.
Por otro lado, las barreras más frecuentemente identificadas son:
- Tiempo insuficiente.
- Características de las opciones.
- Poca participación de los niños.
- Falta de habilidades por parte de pediatras.
Para avanzar hacia un modelo de toma de decisiones compartida, es esencial que los profesionales desarrollen competencias en conocimiento, habilidades y actitudes. El paso del paternalismo a la toma de decisiones compartida requiere no solo un cambio de perspectiva que promueva la participación de todas las partes implicadas, sino la adquisición de competencias profesionales éticas y relacionales para poder llevarlo a cabo.
No solo evaluación de la madurez, sino promoción
La adquisición de la madurez de la persona menor es un proceso, y como tal es dinámico, evolutivo e individual. Pero es necesario tener en cuenta que, en la persona, el desarrollo de las capacidades humanas es un proceso no garantizado solamente por la herencia genética, sino que depende de la interacción con el ambiente y con la sociedad. Es decir, la madurez no es un hito que espontáneamente se alcanza a una edad determinada genéticamente, sino que dependerá de múltiples y complejos factores, e implica por ello un aprendizaje.
Por eso, para llegar a ser una persona menor (y adulta) madura es fundamental el proceso progresivo de incorporación de la persona en la práctica clínica habitual. La participación no solo reconoce y fomenta la competencia de la persona menor, sino que varios estudios muestran cómo su participación en la toma de decisiones produce una mayor satisfacción con los cuidados médicos recibidos, percibida tanto por los padres como por la persona menor, una mayor cooperación en el tratamiento y promueve la sensación de control, percibiendo la enfermedad menos estresante y facilitando el ajuste positivo.
La madurez no es un hito que espontáneamente se alcanza a una edad determinada genéticamente, sino que implica un aprendizaje.
En este papel activo sobre la participación de la persona menor, el Real Colegio de Pediatras de Inglaterra ofrece una acertada pauta de continuidad:
1. Informar a la persona menor
Es fundamental informarle desde edades tempranas, en todas las consultas y de forma adecuada a su nivel de comprensión. Esto implica utilizar un lenguaje claro, sencillo y ajustado a su capacidad cognitiva, evitando terminología médica compleja. La información debe ser proporcional a su edad y madurez, cubriendo todos los aspectos relevantes de su estado de salud, posibles tratamientos, riesgos y beneficios. Al hacerlo, se promueve que se sienta protagonista en las consultas, lo cual puede aumentar su confianza y reducir su ansiedad. Se debe alentar a la persona en todas las edades a hacer preguntas y expresar sus preocupaciones, asegurándose de que comprenda la información dada.
2. Escucharle
Desde una edad temprana, se debe fomentar que participe activamente en las discusiones sobre su salud. Esto implica prestar atención a sus opiniones, emociones y preferencias, mostrando respeto y validación hacia sus puntos de vista. Escucharle no solo es una manera de reconocer su autonomía, sino también de construir una relación de confianza. Esta práctica debe ser constante, adaptándose a medida que crece y desarrolla una mayor capacidad de entendimiento y reflexión sobre su salud y tratamientos.
3. Incluir sus opiniones en la toma de decisiones
La inclusión de las opiniones de la persona menor en la toma de decisiones sanitarias es esencial. En todas las decisiones posibles, sus opiniones deben ser consideradas seriamente y deben influir en el resultado final, en la medida que sea posible. A medida que la persona menor asume más responsabilidad en sus decisiones, se le enseña sobre la importancia de la autodeterminación, la responsabilidad compartida o la gestión de los errores. Este proceso también ayuda a educarle los posibles resultados y consecuencias de sus decisiones, promoviendo una toma de decisiones informada y responsable.
4. Considerarle competente como decisor principal
Cuando una persona menor es evaluada y considerada competente, debe ser reconocida como el decisor principal en lo que respecta a su salud. Al reconocer su competencia, se respeta su autonomía y se le otorga la autoridad para tomar decisiones críticas sobre su tratamiento y cuidado. Este enfoque refuerza la confianza en sus propias capacidades y fomenta un sentido de responsabilidad personal y autodeterminación.
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